miércoles, 16 de abril de 2008

Lectura octava.

LA JÁNCANA

PRIMERA PARTE

Juanillo era un chiquillo ágil y despierto, de pelo negro intenso y tez aceitunada, y una mirada profunda que todo escudriñaba. Tenía unos seis años y era el menor de cuatro hermanos. Nacido de parto tardío, sus hermanos, mucho mayores, le sacaban entre diez y dieciséis años. Continuamente jugueteaban con él y le gastaban bromas y perrerías, por diversión general y como entrenamiento para que fuera fogueando en los duros altibajos con que la vida habría de columpiarlo. Sus padres trabajaban de sol a sol en las tareas del campo y no disponían de tiempo para regocijos.

Una mañana de finales de noviembre la familia de Juanillo madrugó. Al punto de clarear, su tío, su padre y su abuelo desayunaban sendos tazones de café hecho con leche de cabra, migados de pan, y unas perrunillas de manteca de cerdo. Iban a pilar las castañas, tarea consistente en golpear entre dos personas, de pareja talla, un saco de lona con el contenido de una cesta de castañas secas contra un mazón o tronco de cerezo negrino, de altura próxima al metro y forma cilíndrica, para despojarlas de la cáscara.

La cuadra, que estaba libre del mulo -estaba pastando en la pradera del encinar-, había sido habilitada para realizar la tarea de la pila de las castañas. En medio estaba el mazón de cerezo, desafiante y semienterrado en el estiércol, para evitar los posibles y molestos balanceos que se ocasionaban por el efecto de los golpes del saco de castañas sobre su superficie superior. El tío y el padre de Juanillo iban contando mentalmente los golpes dados a cada "pilotá" o cupo de castañas introducidas en el saco de lona y cuando uno de ellos, siempre el mismo, consideraba que eran suficientes, gritaba:

- "Buena........!

Y paraban de golpear.

Se vaciaba el contenido del saco de lona en una artesa de madera que, diestramente manejada por el abuelo en un rincón de la cuadra, servía para realizar una primera y burda limpia del fruto. Éste, por su mayor peso, quedaba depositado en el fondo de la artesa, mientras las cáscaras molidas y el polvillo salían despedidos de la misma, por efecto de mecánicos movimientos repetitivos de elevación y de descenso de la artesa acompañados de leves semiflexiones de piernas y brazos del abuelo. El polvillo abundante depositado en su escasa cabellera y en sus cejas daba un gracioso y raro aspecto algodonoso a la configuración externa de su cabeza. A Juanillo le hacía gracia y sonreía, levemente tiznado, desde la esquina de la puerta de la cuadra.

En el rincón donde el abuelo limpiaba las castañas con la artesa, algunas telarañas próximas al techo también se adornaban de polvillo, resultando menos transparentes, invisibles y ligeras que de costumbre. La araña se había retirado a lo más profundo del agujero, molesta por el ruido de los golpes y la invasión inesperada de su perpetua tranquilidad, siempre expectante y al acecho de algún bichito descuidado que pudiera quedar enredado en las redes de sus trampa engañosa.


Adaptación de un fragmento del cuento “La Jáncana,

de José Luís Sánchez Martín

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